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“El niño que no juega, o tiene una espina en el zapato o la tiene en el corazón”.  Algunos años después de que un amigo y maestro me regalara esta reflexión, me sigue acompañando en mi día a día como docente.

El niño que juega es un niño sano y por eso el juego es reconocido como un derecho de los niños y niñas.

Porque el juego es inherente al ser humano y la principal actividad infantil. Jugar es una necesidad, un impulso vital, primario, que nos empuja desde la infancia a explorar el mundo, conocerlo y dominarlo.

Jugar es una fuente inagotable de placer, alegría y satisfacción, que permite el crecimiento armónico del cuerpo, la inteligencia, la afectividad y la sociabilidad. Ahora y siempre, el juego ha sido y es un elemento fundamental en el desarrollo de las personas. Imprescindible para su crecimiento y su salud física y mental.

Aprender jugando resulta entonces la mejor manera o, más acertado sería decir, la única forma en la que se puede aprender. Esto no significa dotar a los niños de juguetes sofisticados enfocados a “aprender”, sino  que los niños sean capaces de jugar de manera autónoma siendo el único objetivo el juego en sí.

La neuroeducación nos explica cómo las dificultades de aprendizaje suelen radicar en problemas como la integración sensorial, la planificación motora y habilidades del lenguaje, y es de los 0 a los 7 años cuando el niño tiene que poder desplegar sus habilidades expresivas, motoras y sensoriales. Esto ocurre a través del juego, explorando el mundo a través de su cuerpo y sus sentidos, en contacto consigo mismo y con los demás.

Durante los primeros años de vida los niños lo que necesitan es jugar, correr, saltar, trepar, reír, relacionarse entre ellos… Eso es lo que enriquecerá su red de neuronas facilitándoles más adelante un aprendizaje más rápido y una vida más feliz.

El juego es pura terapia, preparación a nivel corporal, emocional y cognitivo de capacidades para toda la vida.

Ana María Sánchez. Profesora de Educación Infantil.

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